Por: Juan Camilo Vargas (Indígena Wanano).
Esta historia fue contada por una mujer indígena embarazada, que vivió todo un calvario en su territorio. Tiempo después, decide contar parte de la historia a su hijo que presenció todo dentro de su vientre, hace 20 años. Hoy, su hijo logra escribir cada cosa que su madre le cuenta y lo plasma en esta crónica.
Era un sábado maravilloso, un sol picante estremecía mi piel, una brisa soplaba tan fuerte que doblaba las ramas de los enormes árboles, apenas se podía escuchar cómo crujían. La mayoría de las frutas silvestres estaban en cosecha. El viento que recorría el majestuoso río Vaupés creaba grandes olas, el brillo que generaba lo hacía más imponente frente a mis ojos. Todo parecía completamente normal y tranquilo, el día se prestaba para compartir en familia en Halloween como era de costumbre. Ese día culminaba el mes de octubre con fiesta, disfraces y dulces. Pero, lamentablemente, esta fecha también cuenta la llegada del oscuro y sangriento primero de noviembre de 1998.
Unas pequeñas patadas yacen dentro de mi vientre, apenas miro mi enorme barriga parece que son gemelos, pero no es así, es mi pequeño bebé de tan solo cinco meses, el futuro hermano de mi hija de dos años. Ellos me alegran los días, sobre todo mi niña con esos ojos pequeños refleja la felicidad que siento, la sonrisa que hace muestra sus pequeños dientes de leche y al escuchar algunas palabras como ¡mamá! Sonrío, es hermosa, no puedo pensar en nada más, solo estar agradecida con la vida. Nos disponemos junto a mi esposo e hija a asistir al Halloween, lo hace más especial el compartir un rato agradable con las personas que uno quiere más en la vida.
Vivo junto a mi padre. Gran parte de mi familia habita en la zona rural, una comunidad de tan solo cinco familias. Todas pertenecientes a grupos étnicos entre tucanos, cubeos, tatuyos, wananos y desanos; culturas muy diferentes, pero siempre muy unidas. Para llegar a la comunidad de la libertad, hay que montar a canoa, un tipo de embarcación hecha de madera de distintos tamaños, en su interior varias bancas para sentarse, es el único medio de transporte.
Cruzamos el río Vaupés alrededor de las 2 de la tarde, llegamos al parque central, muchas personas frecuentan el lugar, observo muchos niños corriendo, gente vendiendo dulces algunos niños disfrazados acompañados por sus padres. La policía ha organizado una actividad para integrar a toda la población mituseña. Para ese momento la persona encargada de liderar la integración es el comandante de la zona, Luis Mendieta, quien comandaba 120 hombres de la fuerza pública.
La tarde cae, el sol se esconde, se escucha el canto de los pájaros, y el recorrido que hacen un grupo de golondrinas sobre el río, como si fuese una manada de sardinas alborotadas creando una sombra. Nos dirigimos a casa en canoa, el camino hacia ella está tupida de matorral, lleno de muchos árboles, palmas de azai y miriti, a su alrededor.
Esta noche la luna está llena y al igual que el sol en la mañana, ilumina todo el camino, pero al ingresar a casa, todo se oscurece muy rápido; sólo se puede observar algunos rayitos de luz que pasan por el techo de la casa. La energía funciona hasta las cinco de la tarde, no tenemos la dicha de las veinticuatro horas de electricidad. Las velas son una herramienta primordial e indispensable para iluminar la casa, una casa hecha de barro blanco y caraná. En esta acogedora residencia convivimos nueve integrantes de mi familia entre mi padre, tres hermanas, una tía, mi esposo e hija y yo con mi bebé. Distribuidos en diferentes cuartos, al fondo se encuentra la habitación donde nos quedamos, una cama y un closet nos acompañan, junto a una ventanita en la pared de barro por donde entran también unos rayos de luz que funcionan como la bombilla de la habitación.
Me voy aproximando a la cama y de repente empiezo a sentir un dolor en mi vientre. Mi esposo llega con algo de comer, él no sabe de los fuertes malestares que tengo, trato de acomodarme al borde de la cama, pero no consigo hacerlo, me frustro y dirijo la vista a la parte superior de la cama, solo veo una trinchera, me pregunto ¿porque está allí y en mi cuarto? Entonces apenas me acuerdo de que meses atrás, un familiar que vive cerca de Mitú había escrito una carta para mi padre. Se me hizo algo extraño, pero no pregunté nada al respecto y mi padre, un hombre muy reservado, tampoco pronunció palabra alguna sobre aquella carta.
Sin embargo, un día mientras organizaba la habitación de mi padre, encontré la carta. Estaba sobre la cama, solo vi el nombre de quien lo remitió con pequeñas palabras y con la tinta algo corrida. Lo primero que se me vino a la cabeza es que algo había sucedido con mi hermana, quien vivía en ese municipio. La curiosidad se apodera de mí, pero decidí ser paciente y esperar a preguntarle a mi padre. Pasarón los días y la carta seguía rondando mi cabeza. De pronto un sábado, andábamos todos compartiendo en familia y me percató que es el momento perfecto para acercarme a mi padre y preguntarle por ese escrito, pero cuando consulto con mi padre él parece confundido, le replico y parece por fin entender. “Ya sé a qué te refieres”, dice mientras sonríe, se dirige al cuarto y me trae el oficio. Abro la carta, acerco la hoja y entre cierro un poco para ver las diminutas quince palabras que dicen: “la guerrilla se va a tomar el pueblo, el primero de diciembre del presente año”. Levanto la cabeza y miro fijamente a mi padre y entonces entiendo porque no nos dio aviso de la carta, es debido a que esta no decía nada extraño, o más bien, nada que no supiéramos. Durante las últimas semanas era muy frecuente ir por la calle y escuchar conversaciones sobre el tema. Se comentaba que al pueblo había llegado personas extrañas, incluso todos sabíamos quiénes eran, pero no decíamos nada por seguridad. Sólo se rumoraba sobre la posible toma y a toda hora se cambiaba la fecha de esta, se había convertido en un teléfono roto.
La carta de algún modo nos alarmó a todos, era como un último aviso, unas últimas palabras o un último adiós. No podíamos estar seguros acerca de la toma, pero sabíamos que algo estaba sucediendo y que tenemos que prepararnos para ello. “Soldado advertido no muere en guerra” nos decíamos unos entre nosotros. Mi esposo muy precavido decidió hacer una trinchera en una esquina de la habitación, si sucede algo, sólo tendría que dar unos 3 pasos y refugiarme en aquel hueco, que por cierto fue muy oportuno ubicarlo allí debido a mi estado en ese entonces.
Ya entrada la noche mi vejiga empieza a avisar que debo ir urgentemente al baño, me levanto y camino un poco. Ni un rastro de luz, ni tampoco los sonidos que usualmente se escuchan a esa hora de las ranas y los grillos cerca. Salgo del baño y camino directo a la habitación, me entra un presentimiento, “algo me dice que esta noche va a suceder algo” me digo a mí misma. No sé si es bueno o malo. Me recuesto y apenas logro conciliar el sueño por tres horas, un calor incesante me vuelve a despertar y el zumbido de los mosquitos dando vueltas por mis odios no mejoran la situación.
La oscuridad y el silencio reposan. Ya es la una de la mañana del domingo primero de noviembre y el dolor vuelve hacer de las suyas, me estremece y apenas puedo hacer brucos movimientos en la orilla de la cama. Decido levantarme, tomo una linterna, la enciendo y camino un poco alrededor de la habitación y poco a poco siento como la dolencia se me va calmando, solo por un momento, descanso. Son las cuatro de la mañana, hace frio busco y una cobija, me abrigo e intento calentar mi cuerpo, sobre todo mis piernas y manos que las tengo heladas. Salgo de nuevo al baño y la linterna empieza a fallar, pero la oscuridad se va disipando y pareciera que las nubes empiezan a caer y se posan sobre las carreteras, “Va a llover, que mal día” pienso. De pronto escucho al fondo de la cocina un ruido, alguien viene para acá, no logro ver nada, la linterna se me cae de las manos me agacho para recogerla rápidamente, la agarro, trato encenderla, pero sigue sin funcionar. La sombra se acerca apresurada, me asusto y apenas puedo sentir como mi pulso acelera y mi cabeza parece crecer; en ese momento escucho una voz aguda: ¿Quién está ahí? pregunta. Reconozco esa voz, es de mi tía y me vuelve el alma al cuerpo. Entonces, la luz de su linterna cubre mis ojos y me pregunta si estoy bien, yo le digo que el calor me despertó junto al dolor en el vientre y le pido ayuda para regresar al cuarto, ella me ayuda y yo le pregunto si no siente nada extraño en el día, únicamente me dice que es tal vez porque parece que va a llover. Otra vez duermo, pero no es por mucho tiempo.
Suena una alarma a las cuatro y media de la madrugada, es la hora en que mi padre suele irse a de pesca al río. Pero no escucho que se levante, se me hace extraño puesto que él jamás pospone la pesca, pero decido quedarme en la cama.
Ya casi son las cinco de la mañana y de pronto escucho un disparo de un revolver fuerte que estremece cada rincón del pueblo, proviene del otro lado del río. Me siento como en una pesadilla y no consigo abrir los ojos. Ahora se oye en diferentes sectores del pueblo disparos más fuertes de ametralladoras contra la estación de policía, mi esposo se levanta de inmediato, coge a la niña y arrastra el colchón hacia la trinchera. Enseguida, entramos al hueco, y nuestra pequeña consternada, empieza a llorar y mis intentos por calmarla resultan vanos. Mi esposo toma mi brazo, me mira y seguro de sus palabras me dice: “Ha comenzado la toma”. Una explosión estruendosa se escucha al otro lado del río, es una pipeta de gas, sonidos de más ametralladoras por todos lados. Cuando menos me doy cuenta, entro en pánico, es tanto el miedo que el dolor empieza de nuevo, cojo una almohada y la apretó muy fuerte, empiezo a llorar desconsoladamente, me desespero, veo a mi esposo, está muy asustado y preocupado, sólo sostiene en brazos a la niña que no ha parado de llorar. El mayor temor es que estos hombres entren a la casa, me perturba el pensamiento. Exclusivamente centro mi vista en la puerta y apenas se escuchan gritos muy cerca de la casa, gritos que le huyen a la muerte teniendo a esta en la sombra. Otros alaridos gritan “¡Vamos a acabar con este hijueputa pueblo!”.
Es muy temprano apenas inicia la mañana, la más eterna que he vivido de mis días, aun se escucha el sonido de las ametralladoras. Todos los disparos se concentran en la estación de policía, pasan los minutos, de repente una serie de disparos de un AK47 y seguida de varios cilindros caen y sacuden el suelo. Miedo es lo que brotaba en nuestros poros. El sonido de los helicópteros se aproxima, se escuchan al alrededor del pueblo, pero no pueden aterrizar, la pista está completamente minada. Por tierra están siendo atacados por la guerrilla y la única opción es dejar a la tropa lejos de la población para poder contrarrestarlos. Son varios helicópteros que hacen presencia por tan solo dos horas y se retiran. Además, apenas se oyen los motores de las lanchas que están transportando tropas y mercancía del pueblo que están siendo saqueados por la guerrillera.
Parece que ya casi es mediodía, el juego de balas no cesa, el calor al igual que nosotros, está encerrado en la habitación y en nuestros cuerpos, pero lo que reina es el hambre y mi hija pronto se va a despertar. Lo grave es que tengo ganas de orinar, no obstante, me es imposible salir de la habitación. Así que Mauro, mi esposo, me pasa una botella que encuentra en el closet, me pongo a un lado y por fin descanso por unos segundos.
Entre otras cosas útiles que teníamos en el armario, se encuentra un reloj y sus viejas manecillas indican que son las cuatro de la tarde. Escucho un sonido de un avión que recorre la zona donde estamos, fuertes explosiones y disparos se siguen escuchando a lo lejos, es el avión fantasma que hace presencia, tengo miedo de que nos ataque, no conocen el terreno, se corren muchos riesgos y no sabía que cosas peores podrían ocurrir. Tenía la impresión de que la tierra había dejado de rotar, que el tiempo se había detenido y que la guerrilla ya se apoderaba del pueblo. La oscuridad se aproxima y el miedo se pega a nuestras uñas. Miro hacia un costado de la cama y apenas alcanzo a ver varios hoyos de balas que impactaron la pared, somos blanco todo el tiempo. Al momento, escucho tocar la puerta, nos asustamos y mi hija grita, yo tapo su boca. Sin embargo, es mi padre gritando desesperadamente ¡Hija, hija, hija! Cuando le abro pregunto por todos, responde que están bien. Entonces también le pido algo de comida a lo que solo me responde con un gesto preocupado y entristecedor. Me dice que la guerrilla sigue llegando, que no tenemos escapatoria y que tenemos que buscar la manera de huir lo más pronto posible del pueblo.
Mi padre se va y yo me quedo más preocupada de lo que estoy, el futuro es incierto, la situación está difícil, todo es impredecible. Mi hija está inquieta, me levanto enciendo una vela, me acuesto al lado de Mauro, siento fuertes patadas en mi vientre, lo miro atentamente y le digo si quiere sentir, él asienta la cabeza, me mira a los ojos y parece no hay nada más que nos aferre a la vida, que nuestros hijos. De repente se escucha un grito en la carretera y muchas botas caminar a paso firme. Apago la vela y nos quedamos en silencio, apretó la mano de mauro muy fuerte, caminaban muy cerca de la casa, los pasos si acaso se escucha a cinco metros de la casa, se aleja el ruido y un disparo se nos ensordece, aún no termina, solo parece ser el comienzo del calvario.
Hablo con Mauro de las cosas buenas que nos han pasado hasta el momento y así tratamos de aliviar un poco la situación. Nuevamente golpean fuerte la puerta, me levanto y cojo una escoba que está a lado mío, le susurro mauro, él pregunta con una voz nerviosa ¿Quién es? responde mi tía, le abro y me dice que hay que preparar algo de comer, yo solo acentúo con la cabeza. En ese momento ya no se escuchan los disparos. Al llegar a la cocina y buscar, descubrimos que el panorama no es alentador, había 2 kilos de arroz, aceite, una lata de sardinas, tres panelas y unas pocas verduras. Pero había que pensar en el momento, así que piqué la cebolla y con aceite, puse todo en una olla mientras mi tía hacía algo de agua de panela, después le pregunté la hora, eran las cuatro de la mañana. Terminamos la comida y apenas servimos lo que podemos en ollas y corremos a los cuartos. Camino rápido, toco la puerta, me abre mauro y entro, nos disponemos a comer, le doy a mi pequeña algo, el hambre se nota, todos comemos muy rápido, hemos calmado hambre solo por unas horas. Como si hubiese sido la hora de un receso, se empiezan a escuchar disparos otra vez, meto debajo la olla y nos corremos a la trinchera. Sigue sonando las ametralladoras y algunas pipetas de gas, todo el tiempo miro a mi hija, un dolor fuerte vuelve atacar, mi hija se asusta aún más, llora inconsolablemente y todo empeora.
Las sabanas, la siento mojadas, las levanto y estoy sangrando, Mauro mira y los dos estamos al borde del colapso, empiezo a pensar que he perdido a mi bebé. Mauro sale del cuarto y va en busca de mi padre, lo trae corriendo con él, mi padre de una vez se acerca a mí y comienza a rezarme, cómo conocedor de rezos ancestrales de su cultura sabe mucho, confió demasiado que todo va a salir bien, el dolor sigue cada vez es más fuerte, siento que no ha pasado nada, mi padre me dice que tenga paciencia, yo no puedo esperar tanto, comienzo a sudar, las gotas de s un escalofrío recorre mi organismo, los dientes empiezan a rechinar, me siento débil, y me desmallo. Antes de perder la conciencia siento una voz que me llama varias veces por mi nombre, es mauro gritando, pero veo todo borroso, abro y cierro los ojos tratando de levantarme, pero pierdo las fuerzas y me quedo por varios minutos en ese estado. Cuando me recupero, el reloj me advierte que es medianoche, el fuego de las armas ha cesado un poco. Llevábamos dos días encarcelados en el miedo, era 3 de noviembre, martes de la madrugada, lo recuerdo bien.
El sonido de las lanchas se escucha, algunos secuestrados están siendo transportados entre policías y civiles hacia lo profundo de la selva. Son las seis de la mañana, llegan a la casa vecinos y familiares en busca de algo de comida, pero no tenemos nada que ofrecer, estamos en la misma situación, ni un bocado. Sus ojos apenas responden, gritan de hambre, de dolor y de miedo.
En ese momento eran muy pocos los disparos que se escuchaban, entonces Mauro decide salir de la habitación y me advierte que me quede allí, pero el repugnante olor de la botella con orín y la oscuridad me obligan a salir. Me dirijo donde se encuentra mi padre, con él se encuentra mi tía y unas hermanas, sus rostros lo dicen todo. Una de mis hermanas me cuenta que una bala alcanzó a impactar la puerta al igual que la ventana.
Nuestro padre cuenta que la guerrilla está abandonando el pueblo y se está desplazando hacia la carretera y que la fuerza pública está haciendo fuerte presencia en la zona. Luego, salimos a ver la situación por un momento, nos dirigimos al puerto. Íbamos llegando y observamos una nube de humo negra donde está ubicado la estación de policía, la imagen es aterradora, los que estamos allí no asimilamos lo que había ocurrido y no dudo que el nudo en la garganta se atoró por varios días, pero nadie dijo nada.
Las secuelas que dejó la guerra no han podido sanar, la pérdida de seres queridos, personas que estuvieron en cautiverio y otras que no regresaron, no se sabe nada de ellas. Las zonas más alejadas del país han sido el escenario principal de las tomas más sangrientas que ha vivido Colombia. Un ejemplo de eso, fue la operación Marquetalia, que ocurrió en varios departamentos del país, entre ellos, el de Mitú, con más de 1.500 hombres de las Farc que se tomaron la capital del Vaupés, dejando un saldo de 37 muertos en el año 1998. Con este tipo de tragedias, nosotros somos uno de los territorios que más anhelamos la paz, porque esperamos que algún día cesen las horribles noches para toda Colombia.
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